NOCHES
DE RIAD
GOLPE
10:00
AM. 16 de Febrero de 2035. Chen Hintao estudiaba meticulosamente los
informes con el volumen de exportación de crudo que todos los meses
debían de llegar a Pekín con el máximo nivel de encriptación del
que disponía el ejército popular. El aire acondicionado funcionaba
al máximo de potencia generando una gélida brisa en su despacho de
la embajada de la república popular en Riad. Sin embargo, a lo que
realmente no lograba acostumbrarse es a la luminosidad que entraba
por la ventana orientada hacia una de las avenidas más transitadas
de la capital saudí. Era uno de esos momentos ideales en los que,
ensimismado en sus pensamientos, hacía memoria de las experiencias
vividas en los diversos países que ya había habitado. Así
comenzaban:
La
presencia del gigantesco dragón asiático en la petromonarquía fue
inaugurada trece años antes cuando, gracias a una espía francesa,
el país del desierto se encontraba a solo un año de la obtención
del arma definitiva. Un año antes, el de los ayatolás ya la había
conseguido gracias a la ayuda de la misma misteriosa dama. Por
supuesto, en el caso de los persas sirvieron de catalizador los
rublos y los científicos llegados de Moscú para completar la fase
final del proyecto SH, como fue bautizado en Teherán.
La
disgregación de la UE hizo que un ejército de diplomáticos
educados en Pekín partiesen hacia diferentes capitales europeas con
el objetivo de establecer florecientes alianzas con aquellos estados
cuya política exterior comenzaba, como ya lo fue unas décadas
antes, a ser independiente y divergente. Fue en 2019 cuando llegué a
Heathrow de la mano de mi padre con la intención de ocupar la
embajada de nuestro país tras un breve recibimiento de Theresa May
en el 10 de Downing Street. Mientras, mi tío hacía lo mismo en
Estocolmo, ya que Suecia había abandonado la decadente unión dos
meses antes de su llegada a Arlanda. Cómo no, mi familia resultó
ser la pionera en los dos primeros estados desertores.
Nosotros
ya traíamos un borrador con nuestras proposiciones para establecer
la nueva alianza, y en su presentación oficial pude conocer a aquel
joven diplomático inglés que representaba a la perfección el
estilo y la cultura británica tal y como era imaginada en países
tan lejanos como el mío. Respondía al nombre de Patrick Lawrence y,
tras unos minutos de conversación sobre nuestra educación e
intereses, decidimos intercambiar nuestras ideas en árabe. Al
parecer, había logrado su puesto de alto comisario en el ministerio
de exteriores (recién creado) gracias a su carnet del partido
conservador, su familia y su amistad con el rey Guillermo. No
tardamos mucho en hablar del nuevo enemigo (o no tanto, pues nuestros
países ya habían mantenido algunas batallas contra sus ejércitos a
lo largo de la historia) que se cernía sobre nuestras naciones y
cuyo presidente rompió todos los lazos comerciales y militares
existentes con el basto estado al que yo pertenezco en la conferencia
de Teherán de 2018, en la que también se comprometió a pegar el
acelerón que necesitaba el programa nuclear iraní.
Ya
en 2021 y con el Frente Nacional gobernando Francia, Marine Le Pen
estableció junto a Vladimir Putin y Mahmoud Ramani el acuerdo de
París. Cuando salió a la luz el escándalo de Anabelle Lavoisier,
que vendió algunos secretos nucleares franceses en 2018 a Irán y en
2021 a Arabia Saudí (enemigo acérrimo de los integrantes de la
nueva alianza) unos meses antes de la firma, al fiscal no le tembló
la mano a la hora de pedir su cabeza al pueblo de Francia,
representado en el juicio bajo la forma del jurado popular. Ante el
clamor mediático, el juez le concedió aquella parte de su cuerpo
contenedora de unos preciosos ojos azules provenzales, que fue
sesgada bajo la sombra de la nueva guillotina instalada en la prisión
de la Santé de París. Nuevos métodos de épocas pasadas, muy
representativos de los acontecimientos que comenzaban a inundar la
vieja Europa (*).
Así
fue cómo mi país, el del gran timonel, prestó de manera inmediata
su ayuda para el desarrollo del programa nuclear saudí amparándose
en la recién estrenada alianza con el Reino Unido. Por supuesto,
ellos no querían ser menos, y las autoridades británicas fletaron
varios vuelos charter en algunos aeropuertos militares para que tanto
el personal diplomático como técnico necesario para completar la
operación “Apocalipsis del desierto” pudiese llegar a Riad en
apenas siete horas.
Patrick
y yo, de manera no casual, viajamos en el mismo vuelo pero con una
sorpresa añadida para mí. Yo ya la había conocido en algunos pubs
de Londres en donde Patrick y yo gastábamos las últimas horas del
día disfrutando del efecto de la cerveza irlandesa y el wishky
escocés. Según el, no era más que una simple compañera de
estudios. Sin embargo, ya sabía de la existencia de varios casos en
los cuales las relaciones amorosas entre individuos de diferentes
territorios se veían forzosamente ocultadas debido a las
complejidades culturales de los países de origen de los elementos
que componían la unión.
Sus
reticencias a hablar sobre los preparativos de su boda en Riad y las
miradas que cruzaba con Patrick me bastaron para corroborar que sus
dos cuerpos ya se habían fundido, en múltiples ocasiones, bajo el
paraguas de la pasión y la ternura. Sin embargo, las futuras
dificultades en mi amistad con Patrick surgieron cuando en el tercer
encuentro en uno de esos Pubs, no pude hacer otra cosa que
enamorarme de aquellos ojos hijos de la oscuridad y cuya propietaria
respondía al nombre de Zoraida.
Cuando
subió las escalerillas del avión junto con Patrick y su blusa
semi-transparente me dejó contemplar el nacimiento de sus senos
(destacando a su vez el volumen de estos), perdí de tal manera la
conciencia del lugar y la hora en las cuales me encontraba que no me
acordé de saludar a Patrick hasta el preciso momento en el que
sobrevolábamos Lisboa (las diferencias existentes entre Francia y
Reino Unido a comienzos de 2022 resultaban tan evidentes y agresivas
que ambos países tomaron la determinación de cerrar su espacio
aéreo a las aeronaves militares y diplomáticas del contrario).
Decidí que cuando hubiésemos dejado atrás Gibraltar, la mostraría
mis más sinceros sentimientos.
El
aire acondicionado de mi despacho suministraba un frío superior al
que yo estaba dispuesto a soportar en ese momento. Bastó con
accionar el mando situado al lado del enorme retrato de Mao Tse Tung
obligatorio en todos los despachos pertenecientes a un embajador
chino, y en el caso de la embajada que yo dirigía, las formas y
apariencias a mantener se situaban más allá del mero decoro.
A
las 10:05, me senté en el sillón de piel situado enfrente de un
televisor de plasma Huawei de 52 pulgadas. La división de
inteligencia del ejército popular realizó un gran trabajo
conectando todo el sistema de vigilancia de Riad a nuestros
servidores. Una vez encendido y conectado a la plataforma de control
informático del servicio de espionaje, seleccioné sobre la opción
que mostraba las imágenes que llegaban desde la plaza Deera. El
patíbulo ya se encontraba armado desde hacía varios días y ya
podía contemplarse al verdugo colocando la cesta para que reposase
la cabeza de Zoraida. Podían contarse cientos de personas allí
reunidas ya que, aunque el nombre oficial del país seguía siendo
Arabia Saudí, en 2023 forzamos el cambio de dinastía debido a
nuestras diferencias con la casa de Saud. Aquel año fue nombrado
monarca Abdul Al-Qasim, y la princesa Zoraida iba a pagar con su
cabeza el asesinato del que fue su marido y príncipe heredero.
La
rabia provocada por no haber podido acceder a Zoraida como hubiese
deseado hicieron que me plantease unos días antes no solo no
intervenir en la ejecución, sino en recurrir a una ancestral
tradición familiar que consistía en guardar las cabezas de nuestros
adversarios a modo de trofeo (aunque abandonamos esta práctica con
la caída del emperador a principios del S.XX, todavía conservábamos
varias de estas en el museo de nuestra saga en Pekín). Con el poder
que me había sido otorgado en aquellas tierras, podría haber
conservado físicamente la mirada de Zoraida en la caja fuerte de mi
residencia personal sin ningún tipo de inconveniente.
Durante
aquel período de víspera, a ese estúpido inglés al que un día
llamé amigo no se le ocurrió levantar el teléfono para, por lo
menos, suplicar por la vida de Zoraida. No parecía recordar el
enorme favor que me hizo hace trece años (recién llegados a Riad) a
partir del cual me salvó de morir fusilado en un campo de tiro a las
afueras de Pekín. Siempre fue demasiado soñador y distraído el muy
gilipollas. El tipo perfecto para Zoraida.
Hacía
dos horas que había recibido la llamada que tanto había estado
esperando. Patrick comenzó a hablar en árabe con un extraño acento
que corroboraba su alto estado de embriaguez. Me dijo que por favor
la salvase no recurriendo al pago de aquel favor, sino a nuestra
fraternal amistad en aquellos años de intenso trabajo (me comenzaba
a asquear con su bobalicona diplomacia británica). Le contesté que
todavía quedaban dos horas para la decapitación, y que durante la
hora siguiente lo meditaría (mentí). Quería que sufriese.
El
cordón policial desplegado en la plaza Deera permitió el paso del
furgón que paró a la altura del cadalso. Acompañada de dos
policías, Zoraida bajó encadenada con un camisón cuyo escote nacía
exactamente en la frontera superior de sus senos. Comencé a sentir
una fuerte erección cuando me fijé con mayor intensidad en el color
de su piel y su pelo (corto, dejando la nuca al aire, tal y como lo
tenía cuando la conocí). En un recorrido de apenas dos metros, se
encontró frente a las escaleras del cadalso. Subió los escalones
sin ayuda de los policías, que volvieron a bajarlos en el momento en
que entregaron a la prisionera al ayudante del verdugo, a la vez que
recogieron el recibí de recepción de la condenada. La gente allí
concentrada comenzó a gritar solicitando la inclusión de la cabeza
de Zoraida en el cesto que se encontraba al otro lado del bloque.
Hasta allí se dirigió la perra acompañada por el ayudante, sin
poder dejar de mirar el sable que en menos de un minuto acabaría con
su vida. Me saqué el miembro del pantalón en el preciso momento en
que Zoraida se arrodilló frente al bloque rechazando el pañuelo con
el que tapar sus ojos. Eyaculé en el instante en el cual el
ayudante, en un gesto que rozaba lo erótico, agarró su alargada y
lisa nuca con el propósito de colocar su cuello sobre la madera en
la posición más eficiente para que el verdugo realizase su
trabajo.
Chen
ya conocía el resto de la historia, y se acercó al teléfono con el
que conectaba directamente con el jefe de comandos de la porción del
ejército popular acantonada en Riad en el preciso instante en el que
el ejecutor levantaba el sable sobre la melena de Zoraida,
contemplada por cientos de sus conciudadanos. Apenas un segundo
después, en el televisor se percibía como el sable cayó a plomo.
Alea Jacta Est.
(*)
Para la lectura de este nuevo relato de Noches de Riad, se recomienda
haber leído los tres primeros de esta historia y los relatos 1 y 2
de Noir. En patriciamedinaceli.blogspot.com.