domingo, 8 de enero de 2017

SUEÑO-SPIN OFF

SUEÑO-SPIN OFF (RELATO EROTICO)

Apenas quedaban cinco minutos para las cinco menos veinte de la mañana, o eso es lo que indicaba el reloj digital de la celda situada en la prisión de la Santé de París en aquella madrugada de 2021. Las funcionarias ya habían dejado la camisa blanca y la falda gris que me acompañarían al cadalso sobre la cama, y yo había hecho lo mismo con el camisón que me había cubierto durante la última noche de mi existencia.

Ante el espejo, y con aquellas mujeres como testigos, pude observar, a través de mis ojos azules, cómo mis senos aún se mantenían tersos y firmes a pesar de los cuarenta y un años vividos hasta esa madrugada. Una leve brisa producida por el aire de la climatización causó el endurecimiento de mis pezones, lo que provocó en Justine el mismo enrojecimiento en la piel de su cara que días atrás había experimentado al hacerla partícipe de mis deseos, cuando, después de haberme traído la cena, la tomé de los hombros, empujándola hasta mi cama y, tras haberla quitado el uniforme, saboreé los placeres de aquella vagina cubierta de rubio vello mientras ella realizaba un esfuerzo atroz para evitar gritar en mi blanquecina celda.

En ese momento entró él. De casi dos metros de altura y con más de ochenta centímetros entre los extremos de sus hombros. El traje negro que portaba (en cuya solapa podía vislumbrarse el emblema nacional), sus maquiavélicos y oscuros ojos, casi felinos, y la angulosidad de su rostro me hicieron entender que serían sus manos las que tomarían mis brazos con la intención de que diese el paso hacia la báscula de la guillotina, en donde mi cuerpo sería inmovilizado sobresaliendo solamente mi cabeza.

Su poderosa mano izquierda, tan fuerte como los músculos de una anaconda, agarró mi oscura y ondulada melena, en aras de contemplar mi largo y estrecho cuello. Su boca comenzó a recorrerlo desde la parte inferior de la oreja en el preciso momento en el cual los dedos de su mano derecha acariciaban mi vientre suavemente, alrededor del ombligo.

Dejando mi melena nuevamente libre pero sin apartar los labios de aquella zona de mi cuerpo que no sería salvada de un rápido y aséptico corte, hizo un gesto a las funcionarias para que estas se despojasen de sus prendas oficiales. En ese momento comencé a notar el plácido humedecimiento.

La primera en acercarse fué Justine, que empezó a besar mis labios menores como si estuviesen recubiertos de un dulce y exquisito néctar. Otras dos se aproximaron (una a cada uno de mis costados) y comenzaron a lamer los pezones que todavía se mantenían duros. Mientras, el verdugo, apartando nuevamente la melena, comenzó a recorrer mi nuca y espalda, lo que unido a las otras sensaciones experimentadas en diferentes partes de mi anatomía (en especial las realizadas por los labios de Justine) produjo un electrizante espasmo a lo largo de mi columna vertebral. Comencé a jadear cuando observé que las dos funcionarias restantes se masturbaban, desnudas, contemplando aquella escena.

Después de aquel orgasmo, y rodeada de las cinco mujeres y el verdugo, supliqué, poniéndome de rodillas, que ataran mis manos a la espalda en ese preciso momento, antes de vestirme para acudir hacia la guillotina. En ese instante, ya podía sentir mi cuerpo en horizontal sujeto a la báscula y mi cuello atrapado en el cepo, mientras el verdugo ultimaba las últimas comprobaciones en el aparato que llevaría mi cabeza al cesto.


-No es momento todavía- replicó el verdugo.

-De rodillas te digo que mi cuerpo es tuyo, y que te has ganado el derecho de volver a besar mi nuca con la cuchilla que te hará poseedor de mi cabeza en unos momentos- repliqué sin poder aguantar la excitación. Temblaba y no era de miedo.

-Primero serás tú la que juegue con mi cabeza. Túmbate boca abajo.

Obedecí.

Se quitó el traje que podría ser perfectamente fúnebre a la velocidad del rayo, y se sentó delante mío con las piernas abiertas. Su glande se situaba a apenas dos centímetros de mi boca, por lo que agarré la base de su miembro mientras empezaba a besar la punta de aquella metafórica cabeza. El piercing de mi lengua ya rozaba la altura media de su pene cuando comencé a sentir el de Justine realizando circunferencias sobre el tribal tatuado en mi cintura (en el que podía leerse, en unas suaves letras, Liberté, Egalité, Fraternité, 1789). Cuando los labios de Justine recorrieron mi ano hacia posiciones más sensibles, mi cuello comenzó a realizar el movimiento de vaivén que llevó al futuro exterminador de este a los altares de la percepción. Fue en ese momento cuando ocho manos expertas comenzaron a masajearme la espalda hasta que el verdugo gritó de placer.

Todos se vistieron con las prendas que traían excepto yo, que me puse la camisa blanca y la falda gris con las que las condenadas a muerte se presentaban ante una dama mucho más alta y mortal que el verdugo. Este me dijo:

-Puedes expresar tus últimas voluntades-. Sonrió-.Pero creo que ya sé cuáles son.

En ese instante se arrodilló y bajó mi falda, y mientras cogía mis manos, su lengua comenzó a hacer estragos en todos los rincones de mi vagina. En el momento en el que llegaba al orgasmo, la mayor de las funcionarias tomó mis manos de las del verdugo y las esposó a mi espalda.

Volvió a tomar mi melena, pero esta vez para cortarla con unas tijeras tradicionales. Acarició suavemente mi nuca para hacerse cargo del cuello de mi camisa, que empezó a cortar formando un escote que mostraba la mitad de la espalda y el pecho casi hasta la altura de los senos. En ese momento acarició mi nuca apoyando la mano sobre los hombros. Justine me ofreció el último sorbo de vino y la última calada del cigarro que fumaba con lágrimas en los ojos.

El verdugo, posando su mano sobre mi espalda, indicó que era hora de ponerse en pié. Una de las funcionarias abrió la puerta metálica y allí estaba, con más de dos metros y medio de altura, la dama hacia la que ya me acompañaba el verdugo. Aquella cuya lengua me haría sentir el último de los orgasmos terrenales.

En apenas cinco segundos mi cuello ya se encontraba atrapado y mis ojos solo visualizaban el cuero en el que reposaría mi cabeza como resultado de aquella orgía.

Comencé a escuchar el silbido de la guillotina cuando me desperté empapada en sudor en aquella celda del nuevo penal femenino de Riad, repitiéndome una y otra vez que mi nombre era Zoraida.

No volvería a leer nada sobre la biografía de aquella espía francesa decapitada en París en 2021. Anabelle Lavoisier se llamaba...



domingo, 31 de julio de 2016


NOCHES DE RIAD
GOLPE

10:00 AM. 16 de Febrero de 2035. Chen Hintao estudiaba meticulosamente los informes con el volumen de exportación de crudo que todos los meses debían de llegar a Pekín con el máximo nivel de encriptación del que disponía el ejército popular. El aire acondicionado funcionaba al máximo de potencia generando una gélida brisa en su despacho de la embajada de la república popular en Riad. Sin embargo, a lo que realmente no lograba acostumbrarse es a la luminosidad que entraba por la ventana orientada hacia una de las avenidas más transitadas de la capital saudí. Era uno de esos momentos ideales en los que, ensimismado en sus pensamientos, hacía memoria de las experiencias vividas en los diversos países que ya había habitado. Así comenzaban:

La presencia del gigantesco dragón asiático en la petromonarquía fue inaugurada trece años antes cuando, gracias a una espía francesa, el país del desierto se encontraba a solo un año de la obtención del arma definitiva. Un año antes, el de los ayatolás ya la había conseguido gracias a la ayuda de la misma misteriosa dama. Por supuesto, en el caso de los persas sirvieron de catalizador los rublos y los científicos llegados de Moscú para completar la fase final del proyecto SH, como fue bautizado en Teherán.

La disgregación de la UE hizo que un ejército de diplomáticos educados en Pekín partiesen hacia diferentes capitales europeas con el objetivo de establecer florecientes alianzas con aquellos estados cuya política exterior comenzaba, como ya lo fue unas décadas antes, a ser independiente y divergente. Fue en 2019 cuando llegué a Heathrow de la mano de mi padre con la intención de ocupar la embajada de nuestro país tras un breve recibimiento de Theresa May en el 10 de Downing Street. Mientras, mi tío hacía lo mismo en Estocolmo, ya que Suecia había abandonado la decadente unión dos meses antes de su llegada a Arlanda. Cómo no, mi familia resultó ser la pionera en los dos primeros estados desertores.

Nosotros ya traíamos un borrador con nuestras proposiciones para establecer la nueva alianza, y en su presentación oficial pude conocer a aquel joven diplomático inglés que representaba a la perfección el estilo y la cultura británica tal y como era imaginada en países tan lejanos como el mío. Respondía al nombre de Patrick Lawrence y, tras unos minutos de conversación sobre nuestra educación e intereses, decidimos intercambiar nuestras ideas en árabe. Al parecer, había logrado su puesto de alto comisario en el ministerio de exteriores (recién creado) gracias a su carnet del partido conservador, su familia y su amistad con el rey Guillermo. No tardamos mucho en hablar del nuevo enemigo (o no tanto, pues nuestros países ya habían mantenido algunas batallas contra sus ejércitos a lo largo de la historia) que se cernía sobre nuestras naciones y cuyo presidente rompió todos los lazos comerciales y militares existentes con el basto estado al que yo pertenezco en la conferencia de Teherán de 2018, en la que también se comprometió a pegar el acelerón que necesitaba el programa nuclear iraní.



Ya en 2021 y con el Frente Nacional gobernando Francia, Marine Le Pen estableció junto a Vladimir Putin y Mahmoud Ramani el acuerdo de París. Cuando salió a la luz el escándalo de Anabelle Lavoisier, que vendió algunos secretos nucleares franceses en 2018 a Irán y en 2021 a Arabia Saudí (enemigo acérrimo de los integrantes de la nueva alianza) unos meses antes de la firma, al fiscal no le tembló la mano a la hora de pedir su cabeza al pueblo de Francia, representado en el juicio bajo la forma del jurado popular. Ante el clamor mediático, el juez le concedió aquella parte de su cuerpo contenedora de unos preciosos ojos azules provenzales, que fue sesgada bajo la sombra de la nueva guillotina instalada en la prisión de la Santé de París. Nuevos métodos de épocas pasadas, muy representativos de los acontecimientos que comenzaban a inundar la vieja Europa (*).


Así fue cómo mi país, el del gran timonel, prestó de manera inmediata su ayuda para el desarrollo del programa nuclear saudí amparándose en la recién estrenada alianza con el Reino Unido. Por supuesto, ellos no querían ser menos, y las autoridades británicas fletaron varios vuelos charter en algunos aeropuertos militares para que tanto el personal diplomático como técnico necesario para completar la operación “Apocalipsis del desierto” pudiese llegar a Riad en apenas siete horas.

Patrick y yo, de manera no casual, viajamos en el mismo vuelo pero con una sorpresa añadida para mí. Yo ya la había conocido en algunos pubs de Londres en donde Patrick y yo gastábamos las últimas horas del día disfrutando del efecto de la cerveza irlandesa y el wishky escocés. Según el, no era más que una simple compañera de estudios. Sin embargo, ya sabía de la existencia de varios casos en los cuales las relaciones amorosas entre individuos de diferentes territorios se veían forzosamente ocultadas debido a las complejidades culturales de los países de origen de los elementos que componían la unión.

Sus reticencias a hablar sobre los preparativos de su boda en Riad y las miradas que cruzaba con Patrick me bastaron para corroborar que sus dos cuerpos ya se habían fundido, en múltiples ocasiones, bajo el paraguas de la pasión y la ternura. Sin embargo, las futuras dificultades en mi amistad con Patrick surgieron cuando en el tercer encuentro en uno de esos Pubs, no pude hacer otra cosa que enamorarme de aquellos ojos hijos de la oscuridad y cuya propietaria respondía al nombre de Zoraida.

Cuando subió las escalerillas del avión junto con Patrick y su blusa semi-transparente me dejó contemplar el nacimiento de sus senos (destacando a su vez el volumen de estos), perdí de tal manera la conciencia del lugar y la hora en las cuales me encontraba que no me acordé de saludar a Patrick hasta el preciso momento en el que sobrevolábamos Lisboa (las diferencias existentes entre Francia y Reino Unido a comienzos de 2022 resultaban tan evidentes y agresivas que ambos países tomaron la determinación de cerrar su espacio aéreo a las aeronaves militares y diplomáticas del contrario). Decidí que cuando hubiésemos dejado atrás Gibraltar, la mostraría mis más sinceros sentimientos.

El aire acondicionado de mi despacho suministraba un frío superior al que yo estaba dispuesto a soportar en ese momento. Bastó con accionar el mando situado al lado del enorme retrato de Mao Tse Tung obligatorio en todos los despachos pertenecientes a un embajador chino, y en el caso de la embajada que yo dirigía, las formas y apariencias a mantener se situaban más allá del mero decoro.




A las 10:05, me senté en el sillón de piel situado enfrente de un televisor de plasma Huawei de 52 pulgadas. La división de inteligencia del ejército popular realizó un gran trabajo conectando todo el sistema de vigilancia de Riad a nuestros servidores. Una vez encendido y conectado a la plataforma de control informático del servicio de espionaje, seleccioné sobre la opción que mostraba las imágenes que llegaban desde la plaza Deera. El patíbulo ya se encontraba armado desde hacía varios días y ya podía contemplarse al verdugo colocando la cesta para que reposase la cabeza de Zoraida. Podían contarse cientos de personas allí reunidas ya que, aunque el nombre oficial del país seguía siendo Arabia Saudí, en 2023 forzamos el cambio de dinastía debido a nuestras diferencias con la casa de Saud. Aquel año fue nombrado monarca Abdul Al-Qasim, y la princesa Zoraida iba a pagar con su cabeza el asesinato del que fue su marido y príncipe heredero.

La rabia provocada por no haber podido acceder a Zoraida como hubiese deseado hicieron que me plantease unos días antes no solo no intervenir en la ejecución, sino en recurrir a una ancestral tradición familiar que consistía en guardar las cabezas de nuestros adversarios a modo de trofeo (aunque abandonamos esta práctica con la caída del emperador a principios del S.XX, todavía conservábamos varias de estas en el museo de nuestra saga en Pekín). Con el poder que me había sido otorgado en aquellas tierras, podría haber conservado físicamente la mirada de Zoraida en la caja fuerte de mi residencia personal sin ningún tipo de inconveniente.

Durante aquel período de víspera, a ese estúpido inglés al que un día llamé amigo no se le ocurrió levantar el teléfono para, por lo menos, suplicar por la vida de Zoraida. No parecía recordar el enorme favor que me hizo hace trece años (recién llegados a Riad) a partir del cual me salvó de morir fusilado en un campo de tiro a las afueras de Pekín. Siempre fue demasiado soñador y distraído el muy gilipollas. El tipo perfecto para Zoraida.

Hacía dos horas que había recibido la llamada que tanto había estado esperando. Patrick comenzó a hablar en árabe con un extraño acento que corroboraba su alto estado de embriaguez. Me dijo que por favor la salvase no recurriendo al pago de aquel favor, sino a nuestra fraternal amistad en aquellos años de intenso trabajo (me comenzaba a asquear con su bobalicona diplomacia británica). Le contesté que todavía quedaban dos horas para la decapitación, y que durante la hora siguiente lo meditaría (mentí). Quería que sufriese.

El cordón policial desplegado en la plaza Deera permitió el paso del furgón que paró a la altura del cadalso. Acompañada de dos policías, Zoraida bajó encadenada con un camisón cuyo escote nacía exactamente en la frontera superior de sus senos. Comencé a sentir una fuerte erección cuando me fijé con mayor intensidad en el color de su piel y su pelo (corto, dejando la nuca al aire, tal y como lo tenía cuando la conocí). En un recorrido de apenas dos metros, se encontró frente a las escaleras del cadalso. Subió los escalones sin ayuda de los policías, que volvieron a bajarlos en el momento en que entregaron a la prisionera al ayudante del verdugo, a la vez que recogieron el recibí de recepción de la condenada. La gente allí concentrada comenzó a gritar solicitando la inclusión de la cabeza de Zoraida en el cesto que se encontraba al otro lado del bloque. Hasta allí se dirigió la perra acompañada por el ayudante, sin poder dejar de mirar el sable que en menos de un minuto acabaría con su vida. Me saqué el miembro del pantalón en el preciso momento en que Zoraida se arrodilló frente al bloque rechazando el pañuelo con el que tapar sus ojos. Eyaculé en el instante en el cual el ayudante, en un gesto que rozaba lo erótico, agarró su alargada y lisa nuca con el propósito de colocar su cuello sobre la madera en la posición más eficiente para que el verdugo realizase su trabajo.




Chen ya conocía el resto de la historia, y se acercó al teléfono con el que conectaba directamente con el jefe de comandos de la porción del ejército popular acantonada en Riad en el preciso instante en el que el ejecutor levantaba el sable sobre la melena de Zoraida, contemplada por cientos de sus conciudadanos. Apenas un segundo después, en el televisor se percibía como el sable cayó a plomo. Alea Jacta Est.


(*) Para la lectura de este nuevo relato de Noches de Riad, se recomienda haber leído los tres primeros de esta historia y los relatos 1 y 2 de Noir. En patriciamedinaceli.blogspot.com.

domingo, 7 de febrero de 2016

NOIR 1810, 1, 7-12:-Parte2.

Parte 2.

Code penal français 1810. Livre 1:

  • ARTICLE 7:

Les peines afflictives et infamantes sont,
1° La mort;
2° Les travaux forcés à perpétuité;
3° La déportation;
4° Les travaux forcés à temps;
5° La réclusion.
La marque et la confiscation générale peuvent être prononcées concurremment avec une peine afflictive, dans les cas déterminés par la loi.


  • ARTICLE 12:
Tout condamné à mort aura la tête tranchée.


A lo lejos se percibían las líneas paralelas de luces que delimitaban las pistas del aeropuerto Charles de Gaulle. Es extraño cómo todos los territorios habitados, durante la noche, a varios kilómetros de altura, resultan siniestramente similares, en cualquier parte del planeta. Las prisas por huir de aquella exótica parte del globo hicieron que embarcase en el avión con el mismo traje de noche con el que había abandonado París. Ambos escotes (el delantero y el trasero) habían causado una increíble admiración en el azafato que había recogido mi billete a la entrada del avión. Después de servirme la cena, permaneció más de veinte minutos en el cuarto de baño.


Un aterrizaje normal en uno de los mayores aeropuertos de Europa occidental. Los concorde se encontraban alineados en la terminal, preparados para salir hacia lugares tan singulares como aquel del que yo regresaba. Una vez adosado el avión a la terminal, fuimos saliendo ordenadamente de este. En París hacía un calor terrible y solamente portaba sobre mi cuerpo el traje de noche.


Cinco agentes de la gendarmería, apostados a la derecha de la salida del avión, se acercaron, y el que se presentó como comisario Jean Valjean me preguntó si yo era la mujer a la que buscaban (una mera formalidad, pues sabían perfectamente quién era). Después de ponerme las esposas, recorrimos la terminal hasta llegar al coche de policía. El escalofrío volvió a la nuca cuando uno de los policías agarró mi cuello para que me agachase y entrase en el coche.


Después de seis horas en la comisaría de avenue du Maine, fuí trasladada a la prisión de la Santé. Por segunda vez en menos de 24 horas, volvieron las molestias a mi cuello cuando entré en mi celda, ya que encontré tres objetos:


  • La diadema con la flor de lís, custodiada en última instancia por Ben.
  • Una biografía de Ethel y Julius Rosenberg.
  • Un DVD de la película “Une Affaire de Femmes”, de Claude Chabrol.


Dos meses después:


El día en el que entré en esta prisión y observé aquellos tres objetos, supe cual sería la acusación, el veredicto y la pena. La nueva constitución permitía condenar a civiles por el delito de alta traición. También había abolido el código penal de 1994 y las leyes que el gobierno de François Miterrand había introducido en el de 1810.
El escrito a la presidenta de la república no había recibido respuesta, por lo que me esperaba el mismo destino que a Hamida Djandoubi en 1977 (poco antes de mi nacimiento), cuando el presidente de la época, Valéry Giscard d'Estaing, rechazó concederle el perdón.


A las 4:30 de la mañana, cinco mujeres me despertaron, portando una de ellas las últimas prendas que me conducirían al cadalso (aunque no lo era como tal, pues la guillotina descansaba en una amplia sala a ras de suelo). En su presencia y ante el espejo de la celda, pude observar por última vez mi cuerpo desnudo, que ya reslutaba ajeno a mí. Solo sentía mi cuello desde que supe que no me sería concedida la piedad de la presidente, y pasaba los días acariciándolo como un objeto preciado del cual se conoce su futura pérdida.


Después de ponerme la camisa blanca y la falda gris, una de las funcionarias me puso las esposas, con las manos hacia la espalda. De ahí fuí conducida a lo que en el corredor de la muerte se llamaba la toilette, en donde cortaron mi pelo, dejando mi nuca al aire. Posteriormente, hicieron lo mismo con el cuello de mi camisa, quedando desnuda hasta la parte superior de mis dorados senos (fruto de mi origen provenzal).

Tradicionalmente, a los condenados a muerte en Francia se les ofrecía un vaso de vino y un cigarrillo. Ambos aproveché moviendo solo mi boca, pues los sujetaban las funcionarias al tener ya las manos esposadas por la espalda.


Ofrecieron taparme los ojos, pero en un alarde de valentía, casi de imitación de aquellos que murieron de la misma manera hacía más de doscientos años, abanderados por la flor de lís, lo rechacé.

Aquella dama me esperaba, con la cuchilla suspendida a más de dos metros de altura. A su lado, un hombre anodino y neutro, vestido con una bata. Este último, con la ayuda de las funcionarias, me ató a la tabla que, al ser tumbada junto con mi cuerpo, hizo que mi cuello quedase a la altura de la cuchilla. Yo ya solo podía contemplar el cubo metálico en el que reposaría, en apenas unos segundos, la base de mi esencia y mi ser, además de los ojos azules heredados del mediterráneo.

Cerraron el cepo que atraparía mi cuello. Un chasquido, un sonido metálico y un fuerte golpe en la nuca. Oscuridad. Noir.


















NOIR 1810, 1, 7-12-Parte 1

NOIR 1810, 1, 7-12:

Parte 1.

Aquel vestido negro, cuyo escote finalizaba más allá de mis pechos, causaría más de algún comentario en la recepción que la presidenta de la república ofrecería aquella noche en el palacio de los inválidos, en donde se habían habilitado algunas salas para festejar el 200 aniversario de la muerte del que fue héroe del país a principios del S-XIX, y cuya figura volvía a ser invocada en los ya no tan nuevos círculos de poder del estado. La sombra de ojos que compré en Aux-en-Provence (mi lugar de nacimiento) parecía fabricada explícitamente con el propósito de hacer resaltar mis ojos, aparentemente heredados del Mediterraneo de días claros que me vio nacer.

Como resultado de las políticas aplicadas sobre la “generación Miterrand”, no resultó muy complicado trasladarme a París-Diderot para estudiar Filosofía. Años de esperanza y de luz en los que cambiaríamos el mundo, resultando este nuestra espada de Damocles desde antes de la percepción de cualquier atisbo de luminosidad.

La muerte de algunos seres queridos nos lleva en ocasiones a aceptar la realidad tal y como nos la plantea nuestra propia subjetividad. Es por eso por lo que decidí preparar mis oposiciones para optar al puesto de directora de clasificación documental en el ministerio de defensa. Superadas estas, solo tenía que rendir cuentas y lealtad al ministro, al presidente y a la república.

Después de la desaparición de Mahmoud en las revueltas de 2017, en las que el cielo de París se tiñó de rojo una vez conocido el resultado de las elecciones presidenciales, solo importaba el bienestar de los más cercanos (un hermano en Provenza del que recibía cada dos menes un correo electrónico, siempre relacionado con su falta de liquidez y Marine, la pequeña perrita que residía en mi apartamento).

Gracias a mi posición, aún conservaba viejas amistades de la época en las que París se relacionaba con algunas tiranías (actualmente otras) que según la prensa de aquellos años, no lo eran tanto. Cuando mi delegación fue presentada ante Ben Alí, mis ojos no podían apartar la mirada de aquel impresionante árabe que me contemplaba extasiado. Un simple roce de sus dedos en la espalda hicieron que le siguiese hasta las habitaciones de la embajada, en donde sin mediar palabra, me arrodillé y saboreé su increíble sexo. Me tomó de la mano y, tumbándome en la cama, comprobé que jamás una lengua me había hecho sudar tanto.

Aunque las relaciones ya eran muy tensas, nuestros dos países todavía mantenían una serie de tratados comerciales muy beneficiosos para ambas partes. Sin embargo, debía de actuar con discreción, y tal y como había comunicado a los esbirros de Ben-Alí, recogí mi pelo castaño y ondulado con la diadema de plata adornada con una flor de lís, con el propósito de ser llevada junto a su superior al aeropuerto Charles de Gaulle, con los documentos 991, 868 y 443 de la sección del arsenal nuclear en el USB incrustado en la flor. Justamente los que necesitaba el país de Ben para comenzar su propia cruzada (quien sabe si en algún día no muy lejano, contra nosotros). Esto me reportaría los dos millones de Euros pactados en la cuenta de un banco holandés cuyo número ya conocían mis nuevos contratantes. El cambio de estos en nuevos francos franceses solventaría todos los problemas terrenales que pudiesen surgir a lo largo de toda una vida.





Después de saludar a mi jefe, pude divisar al fondo a la presidenta de la 6ª república. Los nuevos cambios constitucionales, legislativos y jurídicos, además de los nuevos problemas sociales (reales e imaginarios) contra los que el estado debía luchar, habían provocado la refundación de la república. Como consecuencia, ninguna mujer como la que, a escasos metros de mí, era acompañada por la mitad de su gobierno, había tenido jamás tanto poder en Europa occidental. De hecho, gracias a su intervención, los parlamentos de Bruselas y Estrasburgo comenzarían a ser desmantelados en tres semanas.

La delegación del país de Ben apenas era una cuarta parte de lo que llegó a ser en los buenos tiempos, en los que tanto funcionarios como puestos políticos franceses girábamos nuestros cuellos ante las carnicerías que se cometían en las plazas públicas de este. Preferíamos acompañarlos a un lugar afable y tranquilo en la costa azul, rodeados del lujo que nos correspondía. Tras cruzar una mirada con el jefe de la delegación, me dirigí a la cocina y en esta, crucé la pequeña puerta que daba al callejón de las basuras. Allí estaba Ben vestido con traje occidental y fumando un Marboro ( su precio era de 50000 nuevos francos franceses la cajetilla).

Después de cruzar el Boulevard de la Tour-Maubourg, llegamos al coche alquilado que los servicios secretos de su país habían aparcado en la Rue Chevert. El tráfico a esas horas no era muy fluido en París, y en apenas 45 minutos ya divisábamos los nuevos concorde que despegaban hacia Moscú, Pekín, Caracas y Beirut.

Ben presentó los permisos correspondientes y entramos, con el coche alquilado, en un hangar privado en el que los servicios secretos del reino de Ben mantenían dos Dassault Falcon 7X preparados para despegar en cualquier momento.

Una bandera de la petromonarquía presidía la estancia de la nave que nos correspondía, y al contemplar el sable en ella representada, sentí un escalofrío en la base de la nuca que recorrió todo el escote trasero de mi vestido hasta la cintura.

Siete horas más tarde, habíamos aterrizado en la capital de la potencia árabe. Por supuesto, había tenido el tiempo suficiente para vestirme tal y como ordenan las estrictas normas de mis anfitriones.
El mercedes conducido por un oficial de la real fuerza aérea nos condujo hasta el centro documental
militar central, en donde Ben entregó mi diadema al funcionario que desmontó la flor de lís y conectó la memoria USB en los sistemas informáticos del organismo en el que nos encontrábamos.

Un escalofrío muy parecido al que la noche anterior había sentido en el Charles de Gaulle, volvía a recorrer mi espalda de una manera mucho más intensa. El mismo oficial conducía el Mercedes que nos acompañaba al hotel en el que debía de aguardar hasta que las autoridades competentes confirmaran la veracidad de lo entregado. Eso no era la causa de mi nerviosismo, pues tres años antes había realizado la misma operación, con unos documentos muy parecidos, en el país considerado, oficialmente, el mayor enemigo del que en este instante era mi anfitrión.

Cada vez se veía más gente en la calle, y Ben me comentó en un francés prácticamente neutro que era normal que esto sucediese los Viernes. Seguidamente, me instó a que me tapase la cara pues debía acudir, antes de dejarme en el hotel, al acto que se produciría en la plaza que se encontraba a apenas 200 metros. Por el tono de su voz, supe claramente que acompañarlo no era una opción.

Un corro de gente rodeaba la furgoneta que apenas cinco minutos antes había aparcado en la plaza, de ella bajó un hombre con una espada similar a la de la bandera del país y una mujer rubia, ojos azules, con el cuello desnudo y un escote que le llegaba hasta la mitad del pecho. Habían recogido su pelo dejando al aire la nuca y sus manos estaban atadas a su espalda.

Ben me dijo que en su país ya habían ejecutado a muchos extranjeros por diferentes motivos, pero jamás se había tramitado la pena capital contra un occidental, pues las sanciones de su país de origen podían suponer una pérdida económica demasiado notable para el reino. Estos casos se solucionaban, hasta hace muy pocos años, con una simple deportación.

Según Ben, la señorita Müller había sido encontrada en casa de Ahmed, diplomático en la embajada de Berlín, en un alto estado de embriaguez, con un puñal manchado de sangre. En la habitación contigua, se encontraban levemente heridas dos de sus esposas. Ella no conocía el estado civil de Ahmed cuando viajó con él al reino vía directa desde Munich. El alcohol en sus venas y las heridas causadas a las mujeres legítimas, habían bastado para que en ese momento el verdugo vendase sus ojos y la animase a ponerse de rodillas.

El golpe de sable fue tan rápido que mi mente ni siquiera pudo asimilarlo. La cabeza rodó unos centímetros y el cuerpo cayó a plomo sobre el asfalto de la plaza. Cuando miré hacia mi derecha, descubrí que Ben ya se estaba retirando al lugar en donde nos esperaba aparcado el Mercedes. Una vez dentro, me dijo que el progresivo enfriamiento con algunos países de occidente había provocado que el reino no fuese tan piadoso con los ciudadanos europeos que allí se encontraban, pues ya no resultaba necesario.

Tiré de la cadena después de quince minutos en los que solo había arrojado bilis. Comprendí perfectamente el mensaje que Ben había querido transmitirme llevándome a la plaza, por lo que estaban al corriente de las operaciones que tres años antes había llevado a cabo con los enemigos de mi actual anfitrión. El escalofrío de mi nuca ya era perpetuo, y no podía dejar de imaginar mi largo cuello contemplado en una plaza pública mientras un hombre pagado por el estado preparaba el sable que me llevaría con Mahmoud.

Después de día y medio, una llamada me sorprendió en la cama del hotel, Ben me preguntó si había comprendido la situación. Le contesté que sí, preguntándole cuánto tiempo tardarían las autoridades de su país en completar el calvario que había sufrido la señorita Müller.

Un destello de esperanza atisbaron mis ojos cuando me explicó que el material entregado era demasiado importante, y que contrarestaba con creces lo sucedido tres años antes en lo concerniente a mis negocios con la potencia enemiga. Además, yo sabía que pesaba en él lo sucedido en la embajada de su país en París.

Llamaron a la puerta de mi habitación, me dijeron que un taxi me esperaba entregándome un billete de Air France directo a París.


martes, 15 de abril de 2014

NOCHES DE RIAD

ALBA

16 de Febrero de 2035, comenzaban a entrar los primeros rayos de sol por el tragaluz de la aséptica sala en la que me encontraba. Los grilletes con los que obsequian a todos los condenados a la pena máxima ya marcaban mis muñecas inmisericordemente. Sobre la mesa de la estancia, dos hojas de papel en blanco y un bolígrafo, pues las nuevas leyes, en un alarde de compasión, permitían que aquellos que se encontrasen en mi situación pudiesen redactar sus últimas voluntades.

En aquel momento, entró un hombre alto, de una tez poco más morena que la mía, ataviado con el traje tradicional de mi tierra que además, en su caso, delataba sus orígenes familiares en un lugar del planeta en el que este hecho es más importante que la propia supervivencia. Yo ya lo conocía desde mi más tierna infancia, cuando en una reunión con mi padre, hijo de una de las sagas más influyentes de mi país, se decidió cual sería mi futuro a largo plazo.

El padre de Al-Qasim se sentó al otro lado de la mesa, pudiendo comprobar cómo su mirada resultaba mucho más penetrante que el sable que muy probablemente, ya estaban afilando y probando en la plaza pública. De sus palabras dependía mi vida, pues en mi país, en última instancia, la suerte del condenado queda en manos de las decisiones de la familia de la víctima. En mi caso, supe desde el momento en que reconocí a ese hombre, que los preparativos seguirían su curso.

-Zoraida-comenzó diciendo –, espero que el verdugo sea eficiente en su trabajo, pues no solo has asesinado a tu marido. Los servicios secretos me han enviado todos los informes, lamento que ese perro inglés se nos escapase de las manos. Que en tus últimos momentos, no sean los ojos de ese cerdo los que invadan tu mente, sino los de mi hijo llenando tu alma de culpa y vergüenza.

-Ninguna de las dos sentiré Al-Qasim-, contesté de una manera involuntaria, temiendo que mi vida acabase en esa sala. El simplemente se levantó y llamó a mis carceleras, dejándome sumida en los pensamientos que plasmaría en mis últimas cartas.


Estaba terminando la última clase del día, y me iba a dirigir a mi habitación en el Trinity para poder comunicarme con mi familia cuando el se acercó hacia el lugar en el que me encontraba sentada. Mi nerviosismo alcanzó cotas mucho mayores que el día anterior, cuando lo observé estudiando en la biblioteca, me senté enfrente suyo y con una simple sonrisa supe que había despertado en el una pasión sobrehumana. En aquel momento mi deseo sexual aumentó alcanzando cotas increíbles, pero nada comparado a lo que estaba viviendo en este preciso momento.

Un simple papel, una simple nota con un número de teléfono, me sirvieron para imaginarlo desnudo frente a mí, besando todo su cuerpo, participando en sus juegos mientras el se convertía en cómplice y ejecutor de los míos.

La campana del college indicaba las cinco de la tarde. Después de una llamada a Riad de poco más de medio minuto, acalorada y nerviosa, tomé la nota de mi bolso y no dudé en marcar aquel número. Probablemente la mejor decisión que jamás tomé en mi vida.


-Buenas tardes- respondió Patrick.
-Creo que nos conocemos-, respondí todavía conmocionada, pues fue la primera vez que pude disfrutar de su voz.
-Yo siento que te conozco de toda la vida-, afirmó, y prosiguió:
-Me gustaría tomar algo contigo, ¿podríamos vernos en “The Michael House Cafe” (1)?.-
-¡Allí nos veremos!-.

Al colgar el teléfono, me dí cuenta de que aquella llamada solo sirvió para acordar hora y lugar de reunión, pues sabíamos que aquello iba a suceder desde el primer momento en que cruzamos nuestras miradas.

Cuando llegué a The Michael House Cafe, quedé embelesada por el hecho de que la cafetería se situaba en el interior de una iglesia medieval, pero nada comparable a aquel chico que tomaba un té mientras leía el periódico del día. Lo observé durante unos segundos a hurtadillas, comprobando cómo por sus gestos y el enrojecimiento de su piel, se encontraba a punto de estallar de nerviosismo.

Finalmente me senté en su mesa, y no pude mediar palabra cuando sus ojos se alinearon con los míos. Cinco minutos después, el me sacó del encantamiento al preguntar mi nombre. Cuando se lo dije, me respondió:

-Un precioso nombre para la más bella saudí que he conocido jamás – En aquel momento pasé del fuego al hielo, preguntándole:

-¿Cómo sabes que soy saudí?

-No estaba seguro del todo, pero como ya te comenté, tengo la sensación de que nos conocemos desde hace muchos tiempo.

Sin mediar una palabra más, Patrick dejó un billete de cinco libras en la mesa, salimos a la calle y me pidió que fuésemos a su casa. Cualquier otra persona hubiese adivinado en esto una locura, pero la confianza y el enigmático cariño que ya sentía por él solamente hicieron que se adelantase en la petición que yo ya estaba dispuesta a hacerle.

Cerró la puerta de su apartamento, y comenzamos a besarnos como si fuese la última noche en el mundo. El me quitó la camiseta de tirantes azul turquesa, pues me la puse al comprobar su reacción en la biblioteca el día anterior. Yo ni siquiera tuve el pudor de desabrocharle los botones de la camisa, ya se los había arrancado.

Cuando llegamos a su cama, quitándome con firmeza el sujetador y las faldas, comenzó a besar todo mi cuerpo. Yo quería seguir descubriendo su blanquecina piel a lo largo de todo su cuerpo, por lo que no dudé en desprenderle de sus vaqueros, teniendo que contener la risa al observar sus calzoncillos. Finalmente, tuve ante mí su miembro erecto, sentí su calor al tocarlo por primera vez.

El terminó por quitarme las bragas. Su erección era increíble, jamás había sentido un encantamiento tan intenso y extraño a la vez. Sin embargo, mientras recorría mis senos con sus besos, y su pene se acercaba a mi sexo, vinieron a mi cabeza los problemas que me causarían ese acto, sobre todo en lo referente al contrato matrimonial que había dejado vigente en Riad.

Patrick intuyó que algo sucedía al acercarnos a ese estadio tan íntimo y satisfactorio de la relación, entonces comenzó a besar mi vientre como si estuviese recubierto de un excitante y dulce néctar, a la vez que acariciaba mis pezones suavemente. De manera muy delicada y suave, posicionó sus finos y rosados labios sobre mi vello púbico, causándome una eléctrica sensación cuyo recuerdo, durante mucho tiempo, permaneció en mi memoria de una manera muy nítida. Después todo fue pasión, pues su lengua me llevó hasta los altares de la perfección, me hizo gemir como jamás lo había hecho. Ni siquiera en mis momentos de mayor intimidad concebí aquella amalgama de sensaciones. En ese instante, comprendí empapada de sudor y placer que su ser había llegado hasta mi corazón.


Tomé el bolígrafo y comencé a escribir en aquella tenebrosa habitación del penal. Por el tragaluz entró el sonido de la furgoneta que me llevaría hasta la plaza Deera (a la que mis conciudadanos, haciendo un alarde de humor, denominaban plaza Chop-Chop) en este caluroso Viernes, que para mí resultaba el más gélido de mi existencia.

Mi último mensaje comenzaba así:

Para Patrick”





Patricia Medinaceli (Pseudónimo)







(1): The Michael House Cafe: Cafetería real situada en el centro de Cambridge (R.U), cuyo local está habilitado en una antigua iglesia medieval. La recomiendo encarecidamente a visitantes.


lunes, 17 de febrero de 2014

NOCHES DE RIAD WAITING FOR A MIRACLE

NOCHES DE RIAD

WAITING FOR A MIRACLE

Una de la mañana, 16 de Febrero de 2035, es lo que indicaba el reloj de aquella tortuosa habitación. Por un momento, bañado de sudor en aquel sofá, pensé que me encontraba en Londres, pues los británicos poseemos la imperiosa necesidad de llevar nuestras costumbres allá a donde la corona llegue, incluyendo el mobiliario.

Ya había manchado la moqueta de Whisky en tres ocasiones. Aquella noche sin duda estaba siendo la peor de mi vida, y no conocía cual iba a ser mi reacción cuando me sacasen de la embajada británica en coche diplomático hacia el aeropuerto de Riad, en donde un avión militar me llevaría directo a Londres. Yo siempre me negué a hacer este viaje, pero los ocho soldados del SAS (1) que me retenían me impedían tomar otras opciones.

Siempre quise ser diplomático. Desde pequeño me contaron las historias de aquel lejano familiar que ayudó a los árabes a deshacerse del yugo otomano, y era el mayor de mis sueños vivir, por lo menos, la milésima parte de las aventuras que según mi padre sintió en sus propias carnes Thomas Edwar Lawrence (2).

Recuerdo aquellas fotos guardadas en un viejo baúl de nuestra casa en la campiña. En concreto aquella en la que una mujer con piel marrón, senos uniformes, nariz algo aguileña, y una mirada negra dirigida firmemente hacia la cámara realizaba aquella danza sugerente, oriental, hipnótica en todos sus aspectos.

Cada vez que subía a hurtadillas a aquella buhardilla, con el único pretexto de observar la fotografía, comenzaba a sentir la presión en mi sexo, pues me imaginaba a aquella mujer acariciándome, besándome, observándome con aquellos ojos, hijos de la oscuridad, que me hacían sentir el calor del desierto a seis mil kilómetros de distancia mientras mis manos acariciaban mis testículos, llevándome a un éxtasis que jamás pude obtener de otras situaciones similares.

Posteriormente vino la mudanza a Cambrige, en donde comencé mis clases de derecho internacional. Siempre fuí muy meticuloso en mi trabajo, y desde la primera semana acudía diariamente a la biblioteca del Trinity para ordenar, en mi cabeza, las lecciones que diariamente recibíamos. Allí fue donde se produjo el milagro.

Por un momento me quedé helado, mi espalda se volvió rígida como el acero al sentarse, enfrente mío, la chica que descansaba en el depósito de los recuerdos de Thomas. Sin embargo, Zoraida, como supe que se llamaba tiempo después, llevaba una media melena que me permitía contemplar todo su cuello. Fue en ese momento cuando la temperatura de mi cuerpo comenzó a subir bruscamente, más al comprobar que venía con una camiseta de tirantes azul turquesa en la que se marcaban sus senos y su vientre.

Me miró fíjamente y sonrió, fueron apenas unos segundos, su pelo era negro como el carbón, su piel más oscura que la de una mujer mediterránea y sus ojos, del color del espacio, hicieron que saliese de la biblioteca jadeando hacia mi habitación.




Allí comenzaron los espasmos, apenas me dio tiempo a sujetar mi miembro mientras me tumbaba en la cama. Me la imaginaba desnuda, besando todo mi cuerpo mientras yo la acariciaba su cuello, sus mordiscos al hacerlo cada vez más intensamente. En mi mente ella seguía bajando por mi pecho, por mi vientre, y pude sentir como si fuese real el momento en el que sus pechos chocaron con mi pene ahora mucho más erecto. Ahora llegaba con sus besos a la entrepierna, y en aquel increíble momento me miró fijamente en mis ojos, sintiendo cómo un volcán en erupción se apoderaba de mí.


Dormí desnudo hasta la mañana siguiente, y allí estaba, dos filas mas atrás en la clase de derecho internacional. No pude escuchar absolutamente nada, ya que solo me podía concentrar en el papel que tenía delante.

Cuando acabó la clase, me levanté como un rayo y me di la vuelta. Sus ojos negros como el ébano ya estaban irradiándome, haciendo que mi decisión de acercarme a ella para entregarla mi nota fuese todavía más firme.

Llámame,

00 44 3333333

Patrick Lawrence”


Las leyes de su país, después de las últimas reformas, ya permitían que un hombre y una mujer pudiesen dormir juntos. Sin embargo, sus servicios secretos seguían siendo igual de eficaces que antes.

Cuando Al-Qasim entró en la habitación mientras nos acariciábamos, solo pude coger la pistola y disparar. Zoraida gritó, yo me bloqueé y cogió el arma de mis manos. Gracias al rastreador que llevaba, el SAS llegó antes que la policía Saudí. Zoraida, con el objeto del delito en las manos, habló con el teniente galés que ordenó mi detención. Cuatro soldados me llevaron hasta la furgoneta del servicio secreto. Fue en el viaje hacia la embajada cuando me dí cuenta de que yo era el único detenido.

Los periódicos locales ya lo habían mencionado a lo largo del día 15. Zoraida sería ejecutada en la plaza Deera, en el momento en el que yo estaría a diez Kilómetros de altura de la superficie rumbo a Londres. Estampé la copa a apenas unos centímetros del retrato del rey Guillermo (3), maldiciéndome por no recibir yo el frío beso del acero.

En aquel momento recordé mi rango de diplomático, y mi cabeza comenzó a ebullir tal y como me enseñaron en Cambridge. Era imposible que no pudiese hacer algo. De repente, una enorme ilusión recorrió mi cuerpo. Podía salvar a Zoraida.


                                                                                                                               Patricia Medinaceli






    (1) SAS: Servicio aéreo especial británico. Para más información:

    1. Thomas Edwar Lawrence: Sobran las presentaciones. No obstante para más información:



(3) También sobran las presentaciones:


jueves, 6 de febrero de 2014

Gracias a que ya tengo blog, iré publicando en él mis nuevos relatos.

Aquí va el primero de lo que será una serie más larga. ¡Disfrutadlo!:



NOCHES DE RIAD



ULTIMA NOCHE



Una de la mañana, 16 de Febrero de 2035. Es lo que indica el reloj digital de mi nueva y efímera habitación. Me resulta imposible conciliar el sueño, y creo que jamás lo disfrutaré ya.



Mis palabras podrían resultar extrañas, pero no se contradicen con la realidad del país en el que me crié y en el que mi vida terminará. Dentro de nueve horas, vendrán mis asistentas con la cabeza tapada, pues las nuevas leyes estatales todavía no las permiten vestir ropa occidental. En ese momento harán que me ponga mi camisón blanco escotado en un lugar en el que jamás me dejarían vestir con una prenda así.



Mi cuello desnudo, esa parte de mi cuerpo larga y morena de la que siempre me sentí orgullosa y que nunca pude exhibir en las calles en las que crecí, será al amanecer contemplado por cientos de personas en la Plaza Deera (1) (un honor que se me concede debido a mi origen), en donde el frío metal besará mi nuca, la última caricia que recibirá en este mundo.



No hará falta que me corten el pelo, ya que desde que llegué a Cambridge, me encanta sentir la lluvia cayendo sobre mi larga y sensible nuca. Ese centro de sensaciones y pasiones en el que tanto me hizo sentir el hombre al que siempre he amado.



Allí comenzó todo, estaba sentado dos filas más adelante en las primeras clases de derecho internacional. Todavía hacía calor y el llevaba su camisa parcialmente desabrochada, jamás había visto a alguien con la piel tan blanca. Comencé a sentir una amalgama de sensaciones dentro de mi cuerpo totalmente inauditas, y cuando acabó la clase y el me miró a los ojos, pude contemplar el color del océano y en su pelo, el del sol.



Ni siquiera recuerdo como llegué a mi habitación en el Trinity College (2), apenas tuve tiempo para quitarme la ropa, mi cuerpo se comportaba como la caldera que jamás había sido, no podía hacer otra cosa más que imaginarme besando aquella piel completamente blanca, mientras el exploraba cada uno de los rincones jamas observados por un hombre.



Comencé a tocar mi cuello muy lentamente, y sentí cómo mis cervicales se relajaban. Sin embargo, ese calor tan placentero seguía incrementándose de manera exponencial. Sin vacilar bajé mis manos hasta mis pechos, jamás me había fijado en lo preciosos que eran, ni sentido el placer que me causaba acariciarlos con mi dedo índice. Me imaginé a aquel hombre besándolos y disfrutándolos, y mi deseo no hizo más que aumentar al pensar en cómo yo le acariciaba su dorado cabello. Creo que fue en ese momento cuando mis sentidos explotaron, al descubrir que mis manos acariciaban ya mi sexo, jugaban con el, y todo mi cuerpo disfrutaba con ello. En el momento en el que sentí aquella corriente eléctrica atravesarme, debieron de ser apenas unos instantes, pude ver su mirada y cómo su boca, besando mi vientre, se acercaba hasta ese centro de placer y me hacía sentir lo que jamás había sentido.
Debí de dormir hasta el día siguiente. Solo recuerdo cómo en sueños aquellos ojos me miraban durante toda la noche, unos ojos de un azul que jamás en mi vida había contemplado hasta que los vi por primera vez en una de mis primeras clases, en la nueva vida que comenzaba en Gran Bretaña.


Sumida en estos pensamientos, observo nuevamente el reloj. Ya son las nueve de la mañana, y las asistentas llaman a la puerta de mi fría celda, que durante esa noche solo consiguió calentar el recuerdo de Patrick.


Sobre una pequeña mesa dejaron mi camisón, con el que contemplaré Riad por última vez antes de que el verdugo tape mis ojos y dirija con sus manos mi cabeza sobre el bloque, calibrando la mejor posición de mi cuello.


Mientras me pongo el camisón, observo en el espejo de la celda mi cuello, mis pechos, mi sexo y me vienen a la mente aquellas noches de pasión con Patrick. Sus caricias, sus labios, sus besos en cada centímetro cuadrado de mi cuerpo, y pienso si el frío beso del acero me recordará sus boca.


Me digo a mi misma que ya es la hora. Afortunadamente la embajada británica consiguió hacer su trabajo. Ahora soy yo la que llevaré a cabo la tarea que el destino me ha encomendado para salvar a Patrick.



Patricia Medinaceli




  1. Plaza Deera: Situada en Riad, Arabia Saudí. Para mas información:









(2).Trinity College: Situado en Cambridge, Inglaterra, RU. Para mas información: